El
uso del término "hermanos", en estos
versículos, significa que la
exhortación del apóstol Pablo está
dirigida a una familia:
la familia de Dios,
es decir, los creyentes en
Jesucristo. En efecto, nosotros no
somos gente extraña, desconocida,
desunida, o distanciada, por cuanto
tenemos un mismo Dios y Padre que
nos une con un vínculo
indestructible. Así pues, la unidad,
el amor, la comprensión y la
hermandad deben prevalecer en el
seno de esta familia divina.
La familia de Dios se compone así
mismo de muchas familias humanas,
que se reunen en un templo con un
mismo y único propósito: adorar al
Rey de reyes y Señor de señores.
Cada familia humana está formada por
un matrimonio y sus hijos, los
cuales vienen a formar un hogar.
Ahora bien, a nosotros nos
incumbe decidir si queremos ser
familias perfectas o familias
felices. Muchas veces, confundimos
completamente los conceptos divinos
con relación a nuestro hogar e,
incluso, a la Iglesia de Jesucristo.
Por consiguiente, ¿qué quiere Dios
que seamos? ¿Familias perfectas o
familias felices? ¿Matrimonios
perfectos o felices? ¿Hogares
perfectos u hogares felices?
En el pasaje citado,
el Apóstol usa dos veces la palabra
“amados” para referirse a la
congregación en Filipo.
Y
es que el fundamento
que permite el buen funcionamiento
de un matrimonio y de una familia
debe ser el amor. Este sentimiento
precede la unión de dos seres
humanos, y se va fortaleciendo
conforme se va profundizando con el
transcurso de los años.
De la misma forma, la Iglesia
funciona como un cuerpo y como tal
cualquiera de sus miembros no
solamente es indispensable, sino que
cuando falta es extrañado por los
demás. Es menester que tengamos
siempre presente una realidad:
ninguno de nosotros es perfecto, ni
tampoco exento de debilidades, por
cuanto el único modelo de perfección
fue nuestro amado Señor Jesucristo.
En las congregaciones pueden
surgir todo tipo de choques y de
rivalidades, porque, aunque somos
hijos de Dios, seguimos siendo seres
humanos que estamos lejos de ser
modelos de perfección. Tampoco
estamos todos en el mismo nivel de
espiritualidad, de madurez y de
progresión – por ejemplo, hay
personas recién convertidas que
maduran con mucha rapidez, otras más
lentamente, pero también hay
cristianos de toda la vida que
todavía se encuentran en un estado
de inmadurez casi total.
1. BUSCANDO LA PERFECCION EN LO
IMPERFECTO
El versículo revela una
preocupación del apóstol Pablo
acerca de dos miembros de una
familia de la congregación de los
filipenses: la hermanas Evodia y
Síntique, entra las cuales,
aparentemente, existía un motivo de
discordia o de rivalidad.
Ciertamente, resulta
muy llamativa la delicadeza de la
que hace gala el Apóstol para
dirigirse a estas dos hermanas, ya
que no lo hace con un tono
imperativo o despectivo, sino con
humildad, amor y misericordia
(“ruego
a Evodia y a
Síntique...”). Por supuesto, Pablo
tenía la autoridad delegada por Dios
para reprender a ambas con dureza,
mas prefirió dejarla de lado a fin
de darle paso a la gracia divina.
Hermanos, en
cualquier situación tensa, subir el
tono de voz o comportarse de forma
agresiva, nunca arregla las cosas
sino que las empeora. El libro de
Proverbios nos da, al respecto, dos
consejos muy sabios:
“La
blanda respuesta
quita
la
ira; mas la palabra áspera hace
subir el furor”, y
así
mismo,
“con
larga paciencia se aplaca el
príncipe, y la lengua blanda
quebranta los
huesos” (Proverbios
15:1,
25:15). En otras
palabras, la ira excita la ira como
el hierro agudiza el hierro, mas la
templanza y la respuesta dulce
calman el furor.
Es menester, por ende, tratar los
asuntos familiares con mucha
delicadeza y amor. En efecto, la
agresividad es contraproducente y
genera tomas de posición radicales
que trancan el proceso de
saneamiento de los roces entre
miembros de una familia humana (o de
la familia de Dios).
Las familias perfectas no
existen, y tampoco podemos pretender
que nuestros familiares sean
perfectos. En el caso de los hijos,
sobre todo, queremos mantener un
control de tal magnitud sobre ellos,
que, en ciertas ocasiones, no les
damos espacio ni siquiera para
respirar. Usamos siempre el martillo
para someterlos, y no les dejamos
pasar absolutamente nada, aún cuando
no se tratan ni siquiera de pecados.
Quizás, las demostraciones de fuerza
y de autoridad desmedida o continua
le hacen sentir a usted muy
respetado, mas éstas nunca se
granjearán el respeto de sus hijos,
sino miedo y hasta odio en su
contra. Muchas veces, estamos
reproduciendo los mismos esquemas de
la educación severa en extremo que
hemos recibido, y nos olvidamos
hasta qué punto aquella nos hacía
sufrir.
Ahora bien, el
problema crucial, en muchas
familias, radica en que los padres
buscan la perfección de los hijos en
lugar de su felicidad. Por
consiguiente, la búsqueda de la
perfección en nuestra prole hace que
la visualicemos como
personas exentos de
faltas o de errores. Así mismo,
asumimos que nuestros hijos saben o
conocen ciertas cosas, sin que se
las hayamos explicado previamente.
Este factor nos lleva a nosotros,
padres, a comportarnos de forma
injusta ---e incluso cruel— con
ellos. Por ejemplo, les pedimos que
hagan algo sin darles antes
instrucciones específicas y, citando
no lo logran realizar, nos
molestamos en gran manera, y hasta
los tratamos de “incapaces” o de
“inútiles” (si no es que los
maltratamos físicamente).
No obstante, ¿sabía usted que
este tipo de maltrato verbal genera
en ellos complejos, una baja
autoestima, falta de confianza en
sus capacidades, y traumas
psicológicos que los perseguirán por
el resto de sus vidas? En vez de
regañarle o de pegarle, ¿por qué no
le dice que va a ayudarle a hacerlo
de nuevo? Porque, por supuesto, la
crítica, el insulto, el látigo y los
golpes son más fáciles de dar, en
vez de asumir que no podemos hallar
la perfección en los seres humanos
quienes, por naturaleza, son
imperfectos. Y es que el único
perfecto es y será siempre Dios.
De la misma forma, en lo que
atañe al matrimonio, de ninguna
manera podemos aspirar a que nuestro
cónyuge sea perfecto. En primer
lugar, esto implica que nos
visualizamos a nosotros mismos como
un modelo de perfección, lo cual
distamos de ser. En segundo lugar,
el hecho de contraer nupcias
buscando la perfección en el otro,
es un propósito desviado y erróneo
que lleva, inevitablemente al
fracaso. En efecto, esto no sólo nos
hace crear conflictos emocionales en
nuestra pareja sino que también nos
torna agresivos, incordios e
insoportables. ¿Qué desea usted
entonces? ¿Un cónyuge perfecto o un
cónyuge feliz de vivir con usted?
Lograr la felicidad,
la armonía, la paz en el seno del
hogar (y de la congregación) era la
meta a la que apuntaba el apóstol
Pablo, y no la perfección. La
búsqueda de la perfección ha de ser
en el ámbito espiritual y no en el
humano, por este mismo hecho, dijo
nuestro Señor Jesucristo:
“Sed,
pues, vosotros perfectos, como
vuestro Padre que está en los cielos
es perfecto”
(Mateo 5:48).
Dicho en
otros términos, la
imperfección siempre estará en el
seno de la Iglesia, del hogar o del
matrimonio, pero el Señor nos invita
a desear perfeccionarnos en el
ámbito espiritual.
2. FELICIDAD Y PERFECCIÓN EN CRISTO
Uno de los atributos
de Dios es el amor, y ese amor
inconmensurable cubre todas nuestras
imperfecciones y nuestras faltas.
Por este motivo exclamó el profeta
Jeremías:
“Jehová se manifestó a mí hace
va
mucho
tiempo, diciendo: con amor eterno te
he amado; por tanto, te extenderé mi
misericordia”
(Jeremías 31:3). Amados lectores,
Dios nos amó primero con un amor
eterno, y entregó a
Su Hijo unigénito
para que la perfección que habita en
El sea también nuestra un día.
Dice la epístola a
los Efesios:
“Que
habite Cristo por la fe en vuestros
corazones, a fin de que, arraigados
y
cimentados en amor, seáis plenamente
capaces de comprender con todos los
santos cuál sea la anchura, la
longitud, la profundidad y la
altura,
y
de
conocer el amor de Cristo, que
excede todo conocimiento, para que
seáis llenos de toda la plenitud de
Dios”
(Efesios 3:17-19).
Citando vinimos a los pies de
Cristo, El puso en nosotros
felicidad, pero no puso la
perfección. Según revela Gálatas
5:22-23, los frutos que debemos
producir en nuestra vida cristiana
son: amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre
y templanza. ¿Acaso se cuenta la
perfección entre estos frutos del
Espíritu? De ninguna manera.
En primera instancia, Dios anhela
que seamos felices y que nos
regocijemos en El (Filipenses 4:4),
más en ningún momento nos exige que
produzcamos perfección, simple y
llanamente porque somos incapaces de
ello. Por consiguiente, la felicidad
debe anteponerse a la perfección. y
la primera hace desear la segunda.
Si usted es feliz, las cosas
marcharán mejor en su vida
espiritual, personal, sentimental y
familiar. En efecto, la felicidad
nos permite: 1) aspirar a mejorar y
extendernos hacia la perfección; 2)
manejar las situaciones más
difíciles y oscuras de forma
positiva; 3) ser amables con nuestro
prójimo; 4) y por último, hacer
felices a los que tíos rodean —tanto
a los nuestros como a la
congregación en la que militarnos.
Tristemente, la persona que no es
feliz es incapaz de transmitir
felicidad a otros; por cuanto la
felicidad sobrepuja la ira, el
enojo, la rabia, etc., que podamos
tener, y nos permite trabajar con
los defectos o las limitaciones de
nuestro entorno.
Querido lector, no busque ser
perfecto, ni que los demás lo sean
porque es algo imposible de lograr.
En cambio, bosque ser feliz y que
los demás lo sean también. Aquel que
proyecta felicidad provoca a otros a
buscar de Dios, y también a entrar
en el camino de la voluntad de Dios.
A través del Apóstol Pablo, el
Espíritu Santo no exhortó a Síntique
y a Evodia a que fueran de
caracteres o de personalidades
similares, sitio a que tuvieran un
mismo sentir en Cristo. Estas son
dos cosas muy diferentes la una de
la otra. En efecto, al convertirse,
el ser humano no pierde su carácter
porque éste define su personalidad y
lo hace único, pero si debe aprender
a sujetar su carácter (temperamento)
conforme va madurando en los caminos
del Señor.
Así como en una iglesia hallamos
todo tipo de caracteres y de formas
de ser’, también encontramos —como
decíamos al principio— distintos
niveles de espiritualidad, de
consagración y de santidad. Pedro,
por ejemplo, era impulsivo y con un
temperamento muy fuerte, mientras
que Juan era amoroso y pacífico. Sin
embargo, estos factores no les
impedían ser felices con el Señor,
ni tampoco tienen por qué impedir
que nosotros seamos felices en la
familia de Dios. Aquello que nos une
es nuestro amor hacia Dios, y no
nuestra forma de ser o de
evolucionar en la Iglesia.
¿Por qué en lugar de darnos a la
crítica y a la censura, frutos de
una búsqueda frustrada de la
perfección, no nos dedicamos a ser
felices y a hacer felices a los que
nos rodean?
¿Quiere que sus hijos sean
mejores? Busque primero su
felicidad, y verá cómo los hijos
felices responden, se identifican y
apoyan a sus padres. De la misma
manera, el cónyuge feliz le hará
feliz a usted de vuelta e intentará
agradarle, porque ve que usted lo
acepta como es y no como quisiera
que fuera. De otra parte, la
felicidad en la Iglesia es portadora
de armonía, de adoración y de
comunión.
3.
CONCLUSION
La felicidad es la meta principal
que Dios quiere cumplir en nosotros.
Si usted la quiere para usted,
búsquela también para su familia y
su congregación. Sea, pues, un
agente de felicidad para derramarla
en su entorno. Que el Señor les
bendiga y prospere en todo