CONFIAD YO HE VENCIDO
Rev. Gustavo Martínez
Estas cosas os he hablado en
alegorías; la hora viene cuando ya
no os hablaré por alegorías, sino
que claramente os anunciaré acerca
del Padre. En aquel día pediréis en
mi nombre; y no os digo que yo
rogaré al Padre por vosotros, pues
el Padre mismo os ama, porque
vosotros me habéis amado, y habéis
creído que yo sali de Dios. Salí del
Padre, y he venido al mundo; otra
vez dejo el mundo, y voy al Padre.
Le dijeron sus discípulos: He aquí
hablas claramente, y ninguna
alegoría dices. Ahora entendemos que
sabes todas las cosas, y no
necesitas que nadie te pregunte; por
esto creemos que has salido de Dios.
Jesús les respondió: ¿Ahora creéis?
He aquí la hora viene, y ha venido
ya, en que seréis esparcidos cada
uno por su lado, y me dejaréis solo;
mas no estoy solo, porque el Padre
está conmigo. Estas cosas os he
hablado para que en mí tengáis paz.
En el mundo tendréis aflicción; pero
confiad, yo he vencido al mundo.
(Juan 16:25-33).
En
este pasaje, la Palabra de Dios nos
habla acerca de aquella gran
victoria que nuestro Salvador
obtuviera sobre el diablo, el pecado,
la tumba, el temor, la tristeza, la
ignorancia y la trasgresión. En
efecto, a través de Su muerte, el
Señor derrotó para siempre a las
tinieblas y a la muerte; y por ende,
el mismo poder que operó en Su
resurrección, vivificará nuestros
cuerpos mortales o nos arrebatará al
cielo y nos trasformará en un abrir
y cerrar de ojos.
Jesucristo vino al mundo, y cumplió
a la perfección el plan de redención
del Padre. Y por medio de aquel
sacrificio, fueron satisfechos tanto
el amor como la justicia de Dios,
abriéndose las puertas de la gracia
ante todo aquel que quiera aceptarlo.
-
LA VICTORIA SOBRE EL DIABLO
Y EL PECADO
El
evangelio según Mateo 4:1-11 narra
las tres tentaciones que Cristo
confrontó durante su retiro en el
desierto. Sin embargo, El venció a
Satanás por medio de la Palabra,
citando pasajes bíblicos que Dios le
había dado al hombre en el pasado
“Escrito está: no sólo de pan vivirá
el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios” (Deuteronomio
8:3); “Escrito está también: no
tentarás al Señor tu Dios” (Deuteronomio
6:16); “Escrito está: al Señor
adorarás, y a él solo servirás”
(Deuteronomio 6:13).
Un
punto importante estriba en que
Cristo derrotó al diablo como simple
hombre, a fin de concedernos la
libertad, y para que nosotros, a su
vez, también pudiéramos vencerlo:
“Así que, por cuanto los hijos
participaron de carne y sangre, él
también participó de lo mismo, para
destruir por medio de la muerte al
que tenía el imperio de la muerte,
esto es, al diablo, y librar a todos
los que por el temor de la muerte
estaban durante toda la vida sujetos
a servidumbre” (Hebreos
2:14-15).
El
pecado también nos tenía sujetos a
servidumbre, y nadie podía
libertarnos del poder de éste, sino
Dios mismo: “¿No sabéis que si os
sometéis a alguien como esclavos
para obedecerle, sois esclavos de
aquel a quien obedecéis, sea del
pecado para muerte, o sea de la
obediencia para justicia? Pero
gracias a Dios, que aunque erais
esclavos del pecado, habéis
obedecido de corazón a aquella forma
de doctrina a la que fuisteis
entregados; y libertados del pecado,
vinisteis a ser siervos de la
justicia” (Romanos 6:16-18).
Durante la dispensación de la ley,
los sacrificios de expiación por el
pecado eran imperfectos. En primer
lugar, porque sólo cubrían el pecado;
y en segundo lugar, porque los
oferentes antes de sacrificar en
nombre del pueblo, debían presentar
sus propios pecados primero. En
cambio, aunque durante su estadía en
la tierra nuestro Señor habitó en un
cuerpo mortal, y fue tentado en
todas las cosas como cualquier ser
humano, el pecado nunca se enseñoreo
de El. Esto hizo que Su sacrifico
expiatorio fuera perfecto, y que El
pudiera limpiarnos del pecado y
aniquilar su poder condenatorio.
Así
pues, cuando Cristo penetró en el
tabernáculo celestial llevando Su
propia sangre pura e inmaculada, El
se convirtió en nuestro eterno Sumo
Sacerdote. Por medio de Su
sacrificio misericordioso el trono
de la gracia se abrió para nosotros,
y podemos acercarnos a Dios sin
temor, porque El se acercó a
nosotros primero: “Acerquémonos,
pues, confiadamente al trono de la
gracia, para alcanzar misericordia y
hallar gracia para el oportuno
socorro” (Hebreos 4:16). De ahí
que, cualquiera que se acerca al
Señor ha de hacerlo confiando en que
Su sacrificio basta para limpiarlo,
para operar en él un nuevo
nacimiento, y sustituir esa vieja
naturaleza inclinada hacia el pecado
y el mal .
Cuán hermoso es recordar, además,
que al haber experimentado en carne
propia todas las tentaciones que
puede sufrir cualquier hombre y
cualquier mujer, el Señor Jesucristo
se puede compadecer de nosotros,
comprendernos y ayudarnos a vencer
al pecado, como dice la epístola de
los Hebreos: “No tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse
de nuestras debilidades, sino uno
que fue tentado en todo según
nuestra semejanza, pero son pecado”
(Hebreos 4:15).
Sin
embargo, también es deber de aquel
que es nacido de Dios de abstenerse
de pecar y de guardarse a sí mismo.
De esta forma, y bajo esta condición,
el maligno no lo podrá tocar nunca:
“Todo aquel que es nacido de Dios
no practica el pecado, porque la
simiente de Dios permanece en él; y
no puede pecar porque es nacido de
Dios” (1 Juan 3:9; 5:18).
-
LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE
El
diablo tenía esclavizada a la
humanidad por el pecado y por el
temor a la muerte. Mas Cristo vino
para derribar a los imperios y a las
potestades de las tinieblas, y los
avergonzó públicamente al triunfar
sobre ellos en la cruz del Calvario
(Colosenses 2:15)
En
la visión de Apocalipsis, Juan se
puso a llorar cuando vio que no
había nadie digno de abrir el libro
de los siete sellos (Apocalipsis
5:4). ¿Por qué lloraba Juan?
Simplemente, porque el temor se
apoderó de él a la idea de que
estaríamos perdidos para siempre.
Sin embargo, el Cordero de Dios se
acercó y tomó el libro de la mando
derecha de Dios, por lo que el
cántico de alabanza de los cuatros
seres vivientes fue: “Digno eres
de tomar el libro y de abrir sus
sellos; porque tú fuiste inmolado, y
con tu sangre nos has redimido para
Dios, de todo linaje y lengua y
pueblo y nación; y nos has hecho
para nuestro Dios reyes y
sacerdotes, y reinaremos sobre la
tierra” (Apocalipsis 5:9-10).
La
tumba no pudo dejar al Hijo de Dios
sepultado; y al tercer día después
de la crucifixión, el Espíritu de
Dios vino sobre El, y lo levantó de
los muertos. Dice el evangelio según
Marcos 16:4-6, “Pero cuando
miraron, vieron removida la piedra,
que era muy grande. Y cuando
entraron en el sepulcro, vieron a un
joven sentado al lado derecho,
cubierto de una larga ropa blanca; y
se espantaron. Mas él les dijo: No
os asustéis; buscáis a Jesús
nazareno, el que fue crucificado; ha
resucitado, no está aquí; mirad el
lugar en donde le pusieron.”
Por
medio de Su resurrección Cristo
destruyó el aguijón de la muerte, y
le quitó todo poder al sepulcro. Las
Escrituras revelan que el aguijón de
la muerte era el pecado y que el
poder del pecado residía en la ley
que nos condenaba. No obstante,
cuando Cristo aniquiló el poder del
pecado en la cruz del Calvario, la
muerte ya no pudo seguir
amedrentándonos: “Sorbida es la
muerte en victoria. ¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro tu victoria? Ya que el
aguijón de la muerte es el pecado, y
el poder del pecado, la ley. Mas
gracias sean dadas a Dios, que nos
da la victoria por medio de nuestro
Señor Jesucristo” (1 Corintios
15:54-57).
Y
porque nuestro amado Salvador
venció, las puertas del infierno no
pueden ni podrán prevalecer contra
la Iglesia, dado que: “Ha sido
lanzado fuera el acusador de
nuestros hermanos, el que acusaba
delante de nuestro Dios día y noche.
Y ellos le han vencido por medio de
la sangre del Cordero…”
(Apocalipsis 12:10-11).
Amados lectores, no tenemos por que
temerle a la muerte ni a nada, antes
por el contrario, hemos de hacer
nuestras las palabras de aquel
personaje, cuando exhortó a las
mujeres a no tener miedo ni
asustarse. Efectivamente, en Cristo
el temor ha sido vencido, y por
ende, cuando venimos a El, Su amor
perfecto destruye el temor que pueda
invadimos: “En esto se ha
perfeccionado el amor en nosotros,
para que tengamos confianza en el
día del juicio; pues como él es, así
somos nosotros en este mundo. En el
amor no hay temor” (1 Juan 4:
17-18).
El
cristiano no puede vivir angustiado,
desesperado y temeroso, por cuanto
la obra redentora de Dios en
nosotros nos ha dado perfecta
confianza. Por consiguiente, es de
gran estima ante los ojos de Dios la
muerte de los justos, por cuanto
aquel que muere en el Señor sabe que
su alma se reunirá al fin con El.
-
LA VICTOIRA SOBRE LA
TRISTEZA Y LA IGNORANCIA
Antes de saber que Jesús había
resucitado, los discípulos se
hallaban en un estado de postración
y de tristeza inimaginables. Hasta
tal punto, que cuando María
Magdalena vino a anunciarles la
resurrección, ellos, ocupados en
llorar y gemir, no la creyeron
(Marcos 16:11).
A
pesar de que Cristo anunció varias
veces que moriría y resucitaría al
tercer día, los discípulos nunca
habían interiorizado aquellas
palabras. Para ellos, la crucifixión
había marcado el final de su
discipulado, y cada uno regresó a su
casa y a sus profesiones
respectivas. Mas Cristo se les
apareció para devolverles el gozo, y
cuando les enseñó sus llagas y su
costado, pruebas irrefutables de que
era El, aquellos se regocijaron
grandemente. Existe un concepto
erróneo, según el cual, el cristino
camina por un sendero de rosas, y
que ninguna tristeza puede
afectarlo, porque esto significaría
que Dios ya no esta con el. No
obstante, esta idea contradice las
palabras del Señor Jesucristo
cuando dijo que en esta tierra no
seríamos exentos de tribulaciones,
pero que El se comprometía a darnos
Su paz divina: “Estas cosas os he
hablado para que en mí tenéis paz.
En el mundo tendréis aflicción, pero
confiad, yo he vencido al mundo”
(Juan 16:33). Nuestra victoria
estriba en proclamar que por medio
de la fe, hemos vencido al mundo
junto con Cristo.
De
otra parte, Cristo venció no
solamente la tristeza, sino también
la ignorancia. Después de haber
resucitado, se apareció a dos
discípulos que iban al campo; mas
ellos no lo reconocieron, y hasta lo
llamaron “forastero”. Al oír estas
palabras, nuestro Salvador les
reprochó su ignorancia, diciéndoles:
“¡Oh insensatos, y tardos de
corazón para todo lo que los
profetas han dicho!” (Lucas
24:25). Cristo, pues recurrió a la
Palabra para devolverles el gozo que
deriva de la fe. Mas cuando lo
contaron a los otros apóstoles,
ninguno les creyó (Marcos 16:12).
Entonces, cuando Cristo se apareció
a éstos, les reprochó tanto la
dureza de su corazón (terquedad)
como su incredulidad.
Cuando Dios se quiere revelar a una
persona. Siempre lo hace por medio
de las Escrituras. Estas producen
fe, y la fe le lleva a Cristo,
desintegrando la incredulidad del
corazón (Romanos 10:17). La fe
genuina permite que nada ni nadie
pueda apartarnos del amor sublime de
Dios, ni siquiera la muerte. Esto
es, porque nuestra vida está
fundamentada en la roca que es
Cristo…
¿Quién, pues, nos hará dudar Su
existencia, cuando hemos recibido el
testimonio de que Jesucristo vive en
nuestros corazones? ¿De que El es
real? ¿De que su perdón todavía está
vigente para todo aquel que se
acerca del trono de la gracia?
Amado lector, puede ser que nunca
haya experimentado el gozo de la
salvación, o bien que habiéndolo
experimentado, los quehaceres de la
vida le hayan alejado de Dios. En
esta hora, Dios lo está llamando y
le está dando una oportunidad de
aceptarlo . Si usted lo hace, El lo
recibirá y lo hará heredero del
reino de los cielos
instantáneamente.
En
cambio, si usted ya es salvo, gócese
de su salvación en todo momento. La
muerte ha sido sorbida en la
victoria de Cristo en el Calvario,
no tenemos de qué temer. Que Dios
les bendiga ahora y siempre |